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El 16 de abril, la Corte Suprema del Reino Unido dictó una resolución contundente en términos legales

La conversación con Manuel Estévez, doctor en Derecho, fue larga, intensa y reveladora. Más que una entrevista, fue una charla frontal sobre el momento en que, quizá, la corrección política y la diversidad identitaria comienzan a enfrentar sus propios límites. Con el telón de fondo de la reciente muerte de Mario Vargas Llosa —autor, intelectual y férreo defensor del idioma castellano tal como lo conocimos—, la charla se deslizó por el lenguaje inclusivo, la identidad de género, las acciones afirmativas, el feminismo y el uso legal de las minorías para fines que ya rozan el fraude.

Empezamos hablando de Mario Vargas Llosa. De su risa estruendosa en una entrevista con Jorge Ramos cuando le preguntaron por el uso del “todes”. De su idea —tan simple como poderosa— de que el castellano es un idioma hermoso, con un masculino incluyente y suficiente. “Hay formas de incluir sin deformar”, decía él. Y Estévez lo retoma con firmeza: “No puedes obligar a la sociedad a adaptar su idioma a caprichos individuales”.

Lo interesante es que Manuel no parte desde el rechazo emocional, sino desde los efectos jurídicos. Porque lo que ha ocurrido, advierte, es que la reivindicación legítima de derechos ha sido secuestrada por agendas que buscan abrir grietas en la ley. Casos como el de Oaxaca, donde hombres se registraron como mujeres para ocupar cuotas de género, o el del deudor alimentario en Jalisco que cambió su identidad de género para evadir su responsabilidad, son más que anécdotas: son alertas.

“El lenguaje ha dejado de ser sólo una herramienta de comunicación. Ahora es una estrategia de poder”, dice.

Y en esa estrategia, una sola queja —como la de aquella niña, Andra, quien pidió no ser llamada compañera ni compañero, sino «compañere» — bastó para desatar una ola que arrastró estructuras enteras. El detonante fue tan mínimo como viral: una queja en redes sociales, replicada, amplificada, y finalmente institucionalizada.

Una sentencia que marcó un límite

Pero la marea parece empezar a retroceder. El 16 de abril, la Corte Suprema del Reino Unido dictó una resolución contundente: en términos legales, mujer es quien ha nacido mujer, hombre es quien ha nacido hombre. Ni más, ni menos. Se basaron en la Ley de Igualdad de 2010 y marcaron un límite claro.

“Estamos hablando del Reino Unido, no de un país sin peso global. Es la cuna del parlamentarismo moderno. Y ahí ya se acabó la discusión”, señala Estévez. Lo mismo comienza a verse en Estados Unidos, donde las competencias deportivas femeninas están revirtiendo títulos otorgados a atletas trans. Casos como el de una nadadora en Florida o el de un boxeador que causó conmoción por golpear a mujeres en el ring revelan la desigualdad estructural que se genera al ignorar la biología.

“El sexo como construcción social tiene un límite biológico, y ese límite ya está empezando a imponerse de nuevo”, sostiene. Y no sólo por el sentido común. También desde el derecho. Mientras el Tribunal Europeo frena las reasignaciones administrativas de sexo sin evaluación psicológica, la Corte Interamericana ha tomado el camino contrario, lo cual genera una colisión de criterios legales en el ámbito internacional.

Hay en su voz un tono de alivio, pero también de advertencia. Porque esta ola, dice, nació de buenas intenciones, pero creció sin control. “Nos pasamos de permisivos”, repite varias veces. Y esa permisividad trajo consecuencias: mujeres que hoy rondan los 50 años, sin hijos, sin red afectiva, que se preguntan si todo lo que abrazaron fue realmente emancipador.

Feminismo, justicia y generaciones extraviadas

El feminismo, dice, también comienza a revisarse a sí mismo. Muchas mujeres —activistas, funcionarias, profesionales— descubren ahora que la batalla no era contra los hombres, sino por algo más profundo: una vida con sentido. “Me encuentro con mujeres que dicen: tengo éxito profesional, pero estoy sola. ¿De qué me sirvió esta lucha?”.

La conversación se mueve al ámbito judicial. Estévez recuerda cómo la reforma constitucional de 2011 —que reforzó la protección de minorías— le dio un poder desproporcionado a la Suprema Corte, que comenzó a legislar sin pasar por el Congreso. “Once ministros, a veces sólo cinco, empezaron a decidir por toda la república. Y eso derivó en tensiones como la que López Obrador tuvo con la ministra Norma Piña”. El conflicto, dice, se personalizó. “Un pleito entre dos personas derivó en una reforma judicial que nos afecta a todos”.

La charla salta luego a las generaciones nuevas. Manuel tiene cuatro hijos, y ve con claridad el vacío que dejó la cultura del youtuber, del influencer, del activismo de pantalla. “Hay una generación entera que va a recibir órdenes de una más joven, pero más preparada. Perdieron el tiempo en la pose, no en la sustancia”.

Y de nuevo el lenguaje. “¿Cómo vamos a enseñar francés, inglés o alemán a niños que ya no saben si decir estudiante, estudianta o estudiantx?”, pregunta. Aprender un idioma ya es difícil. Imaginar que además hay que aprender su versión ideológica, lo vuelve absurdo.

¿Y si no era progreso, sino exceso?

Hacia el final, la conversación se adentra en el feminicidio y en cómo el término se ha politizado. “Se ha vendido la idea de que hay una matanza sistemática de mujeres por el hecho de serlo. Y eso tiene consecuencias jurídicas muy serias. No todo homicidio de una mujer es un feminicidio”, afirma. Y plantea que esa es otra discusión que urge desideologizar.Nos despedimos con la sensación de que apenas abrimos una caja llena de temas candentes. Pero también con una certeza: el péndulo empieza a regresar. Lo biológico, lo verificable, lo medible, recupera terreno. Y quizá eso no signifique retroceder, sino reordenar.